Se impone, más que nunca, el rigor crítico para desvelar falsas legitimaciones, los nexos artificiales que se establecen entre pasado y presente. Por lo pronto, se trata de penetrar en las entrañas de la construcción de los mitos. Estos nacen y mueren en función de lógicas históricas e ideológicas. La misión del historiador es separar el grano de la cizaña. Los mitos no deben ser otra cosa que objetos históricos en sí mismos examinados bajo el prisma de la razón y desde la exigencia de la honestidad. Se trata de demostrar su relativismo histórico, la multiplicidad de lecturas funcionales que ofrecen a lo largo del tiempo y en función de la identidad de sus intérpretes.

Ricardo García Cárcel en La herencia del pasado. Premio Nacional de Historia (2012)

... nuestro destino era PRESTAR ATENCIÓN Y DESCANSAR en cada una de las minúsculas revelaciones que se habían ido abriendo a nuestro paso; cada una de las cuales, a su vez, nos aconsejaba no buscar ningún destino, ni mucho menos un destino feliz. Sólo de ese modo se lucha contra la asfixia y la angustia del tiempo y del dueño de la cortinilla; prestando atención a lo que se ENCUENTRA, y no a lo que se BUSCA.

Félix de Azúa en Historia de un idiota contada por él mismo (1986)

Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Ésta es la ilusión y consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! Oh, eso es lo que no sabe nadie!

Antonio Machado en Juan de Mairena (1936)

History has many cunning passages, contrived corridors
And issues, deceives with whispering ambitions,
Guides us by vanities

T. S. Eliot en Gerontion (1920)


miércoles, 16 de julio de 2014

La "Cultura de la Transición": una línea continua



Un concepto que ha tenido bastante éxito en los últimos años en los medios digitales españoles es el de "Cultura de la Transición". Con esta palabra, se ha venido a sintetizar toda una serie de pautas muy peculiares del lenguaje usado por las instituciones oficiales y medios mayoritarios.
Nacida de la natural sospecha que despiertan los optimistas discursos que celebran pactismo y el consenso mientras la realidad social da muestras de hartazgo y descontento, la idea de CT se ha convertido en un término muy útil para designar una serie de lugares comunes que campan a sus anchas en las páginas de las editoriales, en los discursos del Congreso de los Diputados o en las entrevistas a escritores multiventas y multipremiados.
Según Guillem Martínez, la CT se origina precisamente en la Transición al "desactivarse" o "domesticarse" la cultura y convertirla en una herramienta al servicio de los intereses del Estado. Como muy bien sentencia: la cultura no se mete en política -salvo para darle la razón al Estado- y el Estado no se mete en cultura -salvo para subvencionarla, premiarla o darle honores. Siguiendo su argumentación, la cultura se entiende como tal cuando el Estado la eleva y "dignifica" hasta esa categoría. Más brevemente, una novela o una película es reconocido como una muestra de la "cultura española" cuando el Estado decide hacerle un homenaje a su autor. Lo que no entra en este esquema queda en el limbo de la marginalidad, la heterodoxia o lo proscrito.
Ignacio Echevarría apuntaba en una entrevista que:

en lugar de rearmarse críticamente de cara a las nuevas formas de poder, la cultura española, en su conjunto, se habría aupado sobre éstas, conformándose con un papel de simple comparsa en los procesos de transformación que en España se estaban produciendo a toda prisa. Lo propio de la “cultura de la transición” sería la precipitada liquidación de un concepto resistencial de la cultura en favor de un concepto, como ya se ha dicho, festivo y ornamental de la misma.

Aunque uno pudiera advertir a partir de estos esbozos de definición que la "cultura" y el poder es algo que van unidos, los creadores del concepto CT ya se ocupan de señalar que la "peculiaridad" española vendría a ser la constante participación del Estado. La verticalidad (de arriba hacia abajo), el dirigismo (mediado por intereses políticos) y el carácter inocuo o inofensivo (respecto a la ideología dominante de la sociedad) vendrían a ser las señas de identidad de buena parte de la vida cultural española.
Amador Fernández-Savater, destacado activista y pensador de los nuevos movimientos sociales, es quien ha desarrollado una definición político-ideológica de la CT:

La CT es una fábrica de la percepción donde trabajan a diario periodistas, políticos, historiadores, artistas, creadores, intelectuales, expertos, etc. Lo que allí se produce desde hace más de tres décadas son distintas variantes de lo mismo: el relato que hace del consenso en torno a una idea de la democracia (“representativa, liberal, moderada y laica”) el único antídoto posible contra el veneno de la polarización ideológica y social que devastó España durante el siglo XX. Ese consenso funda un “espacio de convivencia y libertad” que se presenta a sí mismo como algo frágil y constantemente amenazado por la posibilidad del terror (golpe militar, ETA, ruptura de España, etc.). La CT es  la siguiente alternativa: “normalización democrática” o “dialéctica de los puños y las pistolas”. O yo o el caos.

Al hablar de "Cultura de Transición" se hace referencia directamente a esa forma de hablar de la Constitución de 1978 como algo infalible, a esa peculiar forma de entender la monarquía que es el "juancarlismo" y a este extraño "federalismo" de las autonomías. Pero también al cine subvencionado, a la connivencia entre periodistas y políticos, a los premios amañados y a los escritores columnistas que ya lo vieron todo venir y que llaman a la indignación pero sin "pasarnos".
Creo que si la idea de CT ha tenido una buena acogida entre varios medios alternativos, es sobre todo porque ha sabido captar una realidad fácilmente perceptible. No sólo porque sea un discurso que fácilmente se observa en los medios, sino porque la CT hace referencia a problemas de largo recorrido histórico en España como el fracasado proceso de nacionalización, el imposible consenso en torno a la educación o la dificultad de construir un cultura democrática en un país gobernado por un dictador.
En lo que respecta a la cultura, el Estado español ha tenido que llevar la iniciativa en muchos aspectos de la vida social, ya que la propia sociedad española históricamente ha estado muy desarticulada. Las desigualdades económicas y de estructura social han ocasionado un territorio fragmentado, en el que incluso amplias partes de la ciudadanía consideran que no tienen nada que ver con ese Estado español que en teoría les representa. Frente a esto, este mismo Estado (yo diría que hasta por mera cuestión de supervivencia) se ve impelido a fomentar un tipo de cultura que le sea útil. La obsesión por la cohesión y el consenso son una forma de compensar el hecho que hay un montón de temas que están sobre la mesa que no han sido discutidos hasta el final. Por mencionar de paso dos ejemplos, pienso en la monarquía o en el derecho a la autodeterminación de Cataluña.
Ahora bien, las señas de identidad de esta cultura (complaciente, inofensiva, controlada, subvencionada) creo que pueden retrotraerse mucho más allá de 1978. Es a este respecto donde me gustaría hacer un breve apunte a la idea de CT tal como la plantean sus creadores. La palabra "Transición", efectivamente, hace referencia al proceso político mediante el cual se reformó desde dentro una dictadura y se fue normalizando una democracia en los años setenta y ochenta. Pero mucho antes de nuestra democracia actual, la relación entre cultura y Estado ya era bastante problemática. Creo que la CT que vemos hoy en día no es más que la puesta al día de una cuestión que ya se plantea en los mismos orígenes del Estado liberal. Jugando un poco con el equívoco, creo que hay que hablar de otra "Transición", mucho más antigua: la del "Antiguo Régimen" absolutista a un sistema representativo y constitucional.
Retrato de Jaume Balmes y Juan Donoso y Cortés (1848), por Luis Brochetón, expuesto en la Real Academia de la Historia.
La revolución liberal y burguesa en España fue un proceso conflictivo que prácticamente duró medio siglo. Por decirlo de manera resumida, fue necesario un pacto entre los liberales y los conservadores, que  realmente no consiguió una cierta estabilidad hasta 1845 tras numerosos episodios violentos. Los hombres de letras jugaron un papel fundamental, no sólo con la escritura, sino como protagonistas políticos de primera fila. ¿Quiénes eran estos hombres? Sería difícil llamarlos burgueses, ya que no eran industriales, financieros o comerciantes. Durante los primeros 20 años del siglo una mayoría eran eclesiásticos, pero poco a poco la mayoría de esta élite fueron abogados, funcionarios de carrera, escritores en la naciente prensa o miembros de familias aristócratas. La enorme mayoría estaban vinculados de alguna forma con el Estado, si no trabajaban directamente para él. Esto les condicionaba varias de sus premisas y objetivos. José Álvarez Junco lo explica así:
Lo que era seguro es que todos ellos contaban con el Estado como instrumento fundamental para la modernización social y económica del país; de donde se deduce que uno de sus objetivos políticos consistiese, precisamente, en reforzar ese poder público que era pieza básica de su estrategia. Es este estatismo una curiosa peculiaridad de los liberales españoles, que en definitiva confían más en el gobierno que en la sociedad civil o en su propia influencia sobre el mercado cultural. Al igual que los reformistas ilustrados del siglo anterior, actúan o intentan actuar siempre desde el centro político, al margen de la diversidad cultural del país y de los poderes locales; dependen del poder, confían en el Estado como agente a la vez nacionalizador y modernizador; es el Estado el que debe resolver los problemas sociales, económicos o culturales; y también el que debe encargarse de difundir la cultura y fomentar los sentimientos nacionales.
Al cumplir Isabel II  su mayoría de edad e instaurarse en el poder el Partido Moderado, se iniciaba una nueva época en la que muchos de estos hombres de Estado participarán en la creación de una nueva cultura de consenso. Tras la Guerra Carlista, la Regencia de Espartero y las revueltas de Barcelona llegaba el momento de dejar de lado las esperanzas revolucionarias. Era un momento de construcción nacional y de centralización administrativa, de "orden" y "progreso. Los hombres del Partido Moderado elaboraron una nueva constitución en la que intentaban conciliar un régimen de libertades limitadas con la Monarquía. Los sectores radicales fueron apartados de la vida política y no volverían a tomar el poder hasta la Revolución de 1868.
A lo largo de esta Década Moderada, el liberalismo doctrinario se convirtió en la ideología oficial de los moderados españoles. Esta fórmula política ya la habían ensayado las franceses para conciliar los principios liberales con los monárquicos. En un Estado que ambicionaba a legitimarse, la cultura no podía quedarse al margen. La época de la imaginería exaltada y tumultuosa de los románticos dejaba paso a un período en el que se buscaba cimentar unos valores tradicionales. Era el momento de legitimar el Estado-nación y la monarquía.
No tendría reparos en considerar a personajes como Francisco Martínez de la Rosa o Antonio Alcalá Galiano como auténticos artífices de una "Cultura de Transición." Su empeño político por dotar el nuevo Estado de instituciones homologables a las europeas o por fomentar unos discursos conciliadores en torno a una idea moderadamente liberal de España tiene muchos puntos en común con esa cultura domesticada y dirigista que los que utilizan el concepto CT señalan. Quizás esto se entienda mejor con un ejemplo bastante sintomático de un personaje poco conocido hoy, pero que por entonces fue muy influyente. Me refiero al historiador más importante del reinado de Isabel II, que incluso pudiéramos decir que fue todo un paradigma oficial: don Modesto Lafuente.  


Tras intentar escalar políticamente en el gobierno de León en 1837, Lafuente fundó y dirigió durante varios años una publicación llamada Fray Gerundio, Periódico Satírico de Política y Costumbres. En ella ridiculizaba las diatribas del clero más reaccionario a través de las discusiones de un patético cura cuya iglesia había sido expropiada en una de las desamortizaciones con su colega, Pelegrín Tirabeque. Las capilladas de Fray Gerundio fueron un verdadero hit que incluso tuvo problemas con la censura y Lafuente llegó a ser bastante conocido, incluso en un país donde la gigantesca mayoría de sus habitantes eran analfabetos. En 1845 cambió de publicación con su Teatro Social del Siglo XIX, de carácter más costumbrista, pero lo que pronto le llamó la atención fue un nuevo género, entre la literatura, el periodismo y la filosofía que le llamaba la atención por su potencia política: la historia.
Lafuente publicó en 1850 la Historia General de España más completa para la época, unos 30 volúmenes que fueron apareciendo hasta después de su muerte en 1866. Se recomendó por decreto la compra de la Historia general de España a los ayuntamientos, diputaciones y consejos. En ese mismo año de 1853 ingresó en la administración pública de la mano del nuevo gobierno moderado como Consejero de Instrucción Pública. Aunque fuese un cargo esencialmente simbólico, servía para conectarle con la política estatal. Con más de la mitad de los volúmenes de la Historia de España publicados, Lafuente había ganado un prestigio que le permitió entrar directamente en la vida política de los últimos años del reinado de Isabel II. 
Mediante la escritura de la historia nacional, consiguió el reconocimiento político y pudo lanzarse con los ánimos reforzados para internarse otra vez en el campo de batalla parlamentario. Lafuente ejerció como diputado en las Cortes constituyentes del Bieno Progresista y se afilió a la Unión Liberal del general O'Donnell. Pudiera decirse que la Unión Liberal fue el primer partido de "centro" en la historia de España: en él se daban la mano los progresistas más moderados y los moderados más progresistas.
En las Cortes constituyentes de 1855 participó en los debates sobre la  confesionalidad de la religión. ¿Qué posiciones defendió el antiguo liberal progresista que escribía crueles sátiras anticlericales? Pues una visión de la religión católica como la auténtica vertebradora de España: Pues bien, señores, he manifestado que al principio religioso y que a la unidad religiosas debe la España el ser nación; que con la unidad religiosa se hizo nación independiente; que con la unidad religiosa se hizo nación libre. Al proponerse la libertad de cultos, Modesto no dudaba en afirmar que si esto se llegaba a aprobar: Yo creo que con esto íbamos a producir una gran perturbación social, porque esto está en contradicción con las tradiciones del país, con sus construmbres, con sus creencias y hasta con sus necesidades. La enmienda que los liberales progresistas no prosperó.
Pero quizás en el tema donde mayor se aprecia su "moderación" y su "aburguesamiento" es en lo que respecta a la libertad de expresión. Lafuente defendió la necesidad de excluir de la libertad de imprenta aquellos escritos que fueran contra el dogma y los principios fundamentales de la moral cristiana. Lafuente argumentaba de este modo su postura, en el que no falta el conocido lugar común de las veleidades revolucionarias como turbaciones juveniles que desaparecen al madurar:
Se dirá que en otro tiempo no hubiera querido yo estas trabas. Señores, porque hayamos sido jóvenes, porque en la juventud nos haya gustado dar un poco rienda suelta a nuestras pasiones y hayamos cometido algunas ligerezas, algunas imprudencias y algunos errores tal vez; cuando llegamos a la edad de la madurez, cuando tenemos hijos que educar; cuando llegamos a la edad de la madurez, cuando tenemos hijos que educar, cuando si no la ilustración, la posición nos coloca en el deber de decir y aconsejar a los demás lo que no creemos como bueno ¿les hemos de de decir que sigan cometiendo las mismas ligerezas imprudencias y errores, dando rienda suelta a las mismas pasiones que tuvimos cuando jóvenes?
La función del periodista ya no había de ser la de un  látigo contra poder establecido. Lafuente proponía que:
la misión del escritor político, del escritor público, del periodista, como una de las más notables y dignas misiones que el hombre puede ejercer en el gobierno representativo... [es la de] ilustrar y esclarecer todas las cuestiones y anticiparse a ellas; guiar al Gobierno y a todo el que tiene intervención en el manejo de los negocios públicos; hacerle ver las necesidades del país y la manera de remediarlas; darle consejos de buen gobierno; censurar sus actos cuando se vea que se separan del buen camino, pero ayudándole y robusteciéndole la opinión cuando en su concepto marcha acertadamente; esta y no otra es la misión del escritor político.
De este modo, el antiguo periodista de combate que criticaba el Antiguo Régimen, había pasado a ser un hombre de orden. El Bienio Progresista y el gobierno largo de O'Donnell fueron la expresión política estos ánimos conciliadores entre las diversas facetas del liberalismo. Sin embargo, los progresistas moderados no supieron hacer frente a los conservadores y neocatólicos, por lo que al final los primeros se vieron arrastrados por los segundos. Los últimos gobiernos de la unión liberal fracasaron en el intento de encontrar un proyecto común, por lo que el terreno volvió a ser propicio para conspiraciones y levantamientos. En 1868, el ejército daba un golpe de Estado e instauraba un régimen democrático que también fracasará.
Después de la crisis de 1868-1874, la Restauración de los Borbones y el establecimiento de un nuevo sistema constitucional trajo otra dinámica también basada en la conciliación, el consenso y la moderación. Antonio Cánovas del Castillo, arquitecto supremo de este sistema de equilibrios, merecería otro escrito por su aportación doctrinaria a las derechas españolas. No en vano, Cánovas ha sido elogiado por destacados políticos conservadores de nuestra época democrática como Fraga o Aznar como un personaje inspirador. Cánovas, como tantos otros políticos de su época, también fue historiador (incluso llegó a publicar una novela sobre la leyenda de la campana de Huesca).
¿Eran las historias de Lafuente y Cánovas del Castillo parte de una "Cultura de Transición"? Creo que dadas las circunstancias en que se escribieron y las intenciones que tenían sus autores, uno de sus propósitos era ofrecer un relato de la historia de España que pudiera ser aceptado por todos. El Estado, la monarquía y la religión eran sus protagonistas en una concepción de la historia que se movía por las fuerzas del progreso hacia la unidad indisociable de España. Sin embargo, el relato (como la propia realidad) tenía sus fisuras y antinomias. Liberales moderados, liberales progresistas, republicanos, carlistas, nacionalistas catalanes y vascos: cada uno de estos proyectos políticos tenía su propia explicación del pasado. La voluntad conciliadora topó con una pluralidad política muy compleja, en la que el mismo proyecto centralizador no fue satisfactorio en sus objetivos y la convivencia entre proyectos políticos era muy frágil. Por un lado, las contradicciones y ambigüedades del progresismo dejaron pasar muchas oportunidades, mientras que las fuerzas más conservadoras vetaron cualquier posibilidad "centrista" o "integradora" que no fuese lo suficientemente reaccionaria. 
El emplazamiento de un retrato de Carlos III en el despacho del nuevo rey no es para nada casual
Saliendo del siglo XIX y volviendo a nuestro presente, la CT no parece haber desaparecido, sino que más bien ha mutado y se ha adaptado a las necesidades del presente. Desde luego, aquí he realizado una lectura superficial. La transición del Antiguo Régimen al régimen liberal y la transición del franquismo a la democracia partidista son momentos históricos muy distintos. Pero la dicotomía "reforma o revolución", la cita de Lampedusa de "cambiarlo todo para que nada cambie", el "o nosotros o el caos": todos estos adagios y tópicos han comparecido numerosas veces en la historia contemporánea española. Quizás, algún día haya que escribir la historia de los sinsabores de la CT española (desde los voluntariosos ministros reformadores de Carlos III hasta el culto a la Constitución del 78 con Felipe VI) para explicar las señas de identidad de una continuidad histórica que se niega a desaparecer, la historia de una línea continua que el mismo poder reivindica como vía de legitimarse ante una sociedad llena de heridas abiertas. 

sábado, 28 de junio de 2014

Escapar de la historia nacional

A lo largo del 2014, con la excusa del Tricentenari que se celebra en Cataluña, historiadores de todo tipo y condición han aprovechado para hablar sobre la instauración de la Monarquía borbónica. Aunque se han celebrado varios congresos científicos importantes, los medios y los políticos han llamado la atención sobre el ya legendario simposio de Espanya contra Catalunya, que ya recibió una réplica con la jornada Cataluña en España: historia, cultura e identidad organizada por la fundación FAES.
En vez de entrar en detalles pormenorizados sobre el significado de estos encuentros, me gustaría por el contrario hacer una observación general. Desde que he empezado a especializarme en Historia Moderna me ha llamado la atención una contradicción: por un lado, entre los historiadores universitarios hay un acuerdo en que es necesario comprender las relaciones globales y "transnacionales" para entender el desarrollo de los Estados modernos. Abundan los estudios comparados a escala meditarránea y atlántica, o a niveles de redes clientelares o familiares. Pero por otro lado, el debate público en torno al pasado asume una visión de la historia radicalmente esencialista, en la que no tardan en comparecer términos como "espíritu", en la que naciones antiquísimas compuestas por sujetos irreductible han pugnado por su Lebensraum.
Como historiador novato, me parece chocante acudir a congresos universitarios en los que se hacen exposiciones finísimas con un vocabulario exquisito, y luego encontrarme al abandonar el Paraninfo universitario un debate público totalmente idiotizado por tertulianos, en la que el pasado se deforma hasta la caricatura. No me cabe ninguna duda de que si se ha llegado hasta aquí es en buena parte por la falta de compromiso real con la sociedad por parte de los historiadores.
Aunque la mayor cuota de responsabilidad se la llevan los políticos que utilizan la historia según sus intereses más cortoplacistas, los medios de comunicación ayudan a emponzoñar el ambiente reproduciendo lo primero que escupen sin mayores advertencias. De este modo, disparates monumentales como que España sea la nación más antigua del mundo (Rajoy dixit) o que la consulta del 9-N sea la oportunidad para redimir la derrota de 1714 (Homs dixit) reciben una amplísima difusión, por lo que un número importante de gente lo acaba tomando como verdades operativas. La ciudadanía aprende "historia" a golpe de centenario, como los de 1808-2008 o 1492-1992, en los que el pasado hace de comparsa en un desfile de consignas políticas. Difícilmente tendremos una ciudadanía educada y con capacidad crítica si pagamos farras mitómanas con dinero público al mismo tiempo que recortamos en educación.
Cualquier análisis que no tenga ánimos de confrontación partidista, da cuenta de una serie de verdades evidentes. Primero, que la Guerra de Sucesión fue un conflicto a escala europea, incluso mundial. Segundo, que fue una guerra entre monarquías, dinastías y concepciones distintas de entender el poder y las leyes en unas sociedades que podemos llamar de "Antiguo Régimen". El Estado-nación tal como lo entendemos, no existía. Por último, que la guerra de Sucesión fue un conflicto que afecto a los diversos órdenes de la sociedad: en Castilla hubo castellanos austracistas, en Cataluña hubo catalanes felipistas y en Valencia la guerra tuvo un componente de rebelión social que significó la brutal represión a manos de la propia aristocracia local.
Entonces, ¿por qué se sigue dando credibilidad a esta versión tan infantilizada de la historia? Pudiera hablar sobre los intereses políticos que hay detrás. Pero esto sería demasiado fácil: es evidente que alterando la historia se consigue un mayor apoyo político. Aquí quería hacer referencia sobre la dificultad de hacer una historia que NO sea nacional. No quiero decir que no sea "nacionalista", sino que no utilice como punto de partida la nación. Es cierto que los historiadores desde siempre han partido de otras unidades de análisis. Antiguamente, la religión o la "civilización cristiana" era una vía de explicar el pasado de diversos reinos europeos. Luego, los marxistas ambicionaron escribir una historia de la clase obrera que respondiese a al llamamiento revolucionario  de "proletarios del mundo, uniós!". Pero la nación, siempre ha estado ahí, probablemente porque a su existencia como idea política también le debamos la existencia de la historia como disciplina intelectual. Pero esto ya es otra cosa.
Lo aquí pregunto es si puede explicarse como ha llegado a existir lo que hoy llamamos España, Cataluña o Alemania sin tener que utilizar "España", "Cataluña" o "Alemania" como moldes prefabricados. ¿Si sabemos que antes de la Modernidad la idea de nación tal y como la entendemos no existía y las relaciones entre hombres operaban según otras ideas, por qué una y otra vez nos encontramos en las librerías con "Historias" de España, Cataluña o Alemania que se remontan a los yacimientos neolíticos? ¿Puede escapar uno de la historia nacional? ¿O estamos condenados a caer una y otra vez en el mismo presentismo? ¿Es posible entender la diversidad humana en el pasado sin contaminarla?
Yo creo que sí, pero no es nada fácil. Se me ocurren varios motivos. Primero, que la nación es la esfera política en la que nos movemos. Luego,  en la historiografía y en las comunidades de historiadores hay muchísima inercia, por lo que es difícil romper con tradiciones intelectuales que tienen largo recorrido. Urge romper de una vez con este impulso. 
Aunque se trate de un conjunto estupendo de obras de síntesis redactadas por historiadores cuya altura intelectual es intachable, 
No deja de parecerme bastante sintomático que todavía haya editoriales que se embarquen en el proyecto de una "Historia de España" (en el que no falta el primer volumen sobre la "Hispania Antigua"),aunque se trate de un conjunto de obras de síntesis estupendas redactadas por los mejores historiadores que hay en nuestro país. Sin embargo, ¿por qué volver a hacer lo que se ha hecho mil veces ya? ¿Por qué no probar algo nuevo?
Desde un punto de vista espacial, en la esfera anglosajona se han dado varios pasos importantes para una historia por encima del sujeto nacional. La Atlantic History ha dado bastantes frutos, como Imperios del mundo atlántico de John H. Elliott o The Ideological Origins of the British Empire de David Armitage. La historia global ha ido produciendo algunos experimentos interesantes, algunos reseñados en un librito cuyo título ya es toda una declaración de intenciones: Una nueva historia para un mundo global. Introducción a la World History de Peter N. Stearns. La aportación de Immanuel Wallerstein con la perspectiva del sistema-mundo ha producido debates realmente productivos entorno al desarrollo de una economía capitalista global, en consonancia con otros investigadores como Giovanni Arrighi o Andre Gunder Frank.
Con la construcción de la Unión Europea, no han faltado iniciativas para escribir "historias de Europa", en las que se pone de relieve tanto el sustrato común como las interacciones culturales entre los diversos pueblos. Otras perspectivas más regionales cuentan con obras de referencia, como el ya legendario clásico de Fernand Braudel El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. Evidencias de que es posible hacer historias no-nacionales es posible.
Uno puede hartarse a leer y discutir sobre la realidad política catalana y española en la época moderna. Pero no producirán perspectivas intelectualmente estimulantes hasta que no abandonen las trincheras conceptuales de la nación. Que hay que escapar de la nación queda claro cuando sabemos que la Guerra de Sucesión fue movida el interés de controlar el tráfico comercial de las Indias y que muchísimos pueblos catalanes fueron austracistas cuando los ocupaba el archiduque Carlos y felipistas cuando los ocupaba el duque de Anjou.. ¿Dicho esto, ¿por qué no escribir una historia global de la Guerra de Sucesión? ¿Por qué no explicar cuál fue el alcance de la dimensión antiseñorial de la que existen no pocos testimonios? ¿Por qué no hacemos una historia del espectacular enriquecimiento de las élites barcelonesas tras 1714? Si cuesta más de hacerse, creo yo, es porque se rompen muchos tópicos que son cómodos de creer. Cuando se estudian las consecuencias territoriales de la Nueva Planta en la Corona de Aragón, se observa cómo tras un breve período de estricto control militar, vuelven a ocupar los cargos municipales las mismas élites que gobernaban con los Austrias desde siglos. ¿Puede seguir hablándose de un "país ocupado", cuando sus propias élites se acomodaron al nuevo régimen borbónico y ejercieron el poder otro siglo más? No quiero seguir con más ejemplos, pero creo que queda claro que los esquemas de buenos y malos nunca se sostienen. Las negociaciones entre grupos de poder, las estrategias de las familias, el poder de las redes clientelares, o la enorme presencia de individuos flamencos o italianos en las instituciones borbónicas a medrar nos enseñan una sociedad que desde luego la fidelidad a la "patria" no era prioritaria.
Aunque muchas de estas cosas ya se investigan, difícilmente estas perspectivas llegan al debate público. A mi juicio, la única manera de avanzar en la discusión sobre 1714 y sus consecuencias es escapando de la nación y recuperando otros sujetos históricos. En primer lugar, habría que rehabilitar la dimensión de la Corona de Aragón. Aunque ya en el siglo XVII sus instituciones estaban muy debilitadas, son territorios con desarrollos paralelos que permiten una mejor comprensión. Luego, habría que ahondar en la dimensión global del asunto. No exclusivamente global, sino también atlántica y mediterránea. En tercer lugar, la historia de las familias, de las corporaciones o hasta de los individuos es muy iluminadora. Por último, no dudaría en recuperar un término de los "viejos tiempos" marxistas: la clase. No estaría de más revisar con honestidad un término que ha sido arrinconado (no siempre con argumentos del todo serios) por la historiografía reciente. La misión no es fácil, pero hay que ponerse a ello si no queremos seguir en los mismos debates aburridos en los que sólo gana el que los explota políticamente.

martes, 18 de marzo de 2014

¿Por qué la historia de la historiografía?


Una cosa que no deja de sorprenderme es la reacción que tienen varios profesores cuando les comento que mi tesis es de "historia de la historiografía". A algunos les sorprende la fonética del enunciado. A otros les produce cierta confusión: "historia... de qué?". Entonces me veo obligado a explicar: "historia de las obras de historia y de los historiadores". La cosa parece entonces más clara, pero siguen perplejos. ¿Dónde se encuadra eso? ¿Es historia social, cultural, intelectual?, parecen preguntarse. Incluso algunos llegan a comentar: "¿y no sería mejor trabajar material de archivo?". La pregunta del millón, ¡la pregunta mamporrera!
Aunque esta pregunta es síntoma de varias cosas, para mí es una respuesta que evidencia la incomodidad que los historiadores sienten todavía al mirarse a sí mismos. Pareciera que antes que meterse en jardines reflexivos, prefieren seguir haciendo lo que siempre han hecho en medio de la imperturbable placidez de los legajos polvorientos...  
Pero volvamos a la respuesta. Siempre me ha parecido curioso que se contraponga sin más el material de archivo al examen con las obras historiográficas. Evidentemente, ahí está una distinción clásica: fuentes primarias y secundarias. En primer lugar, ¿qué se entiende por un "archivo"? ¿Acaso sólo es "material de archivo" aquello que está en el archivo, como institución? En segundo lugar, ¿no puede ser un libro de historia una fuente primaria? Si las obras de historia son el producto de una sociedad, ¿acaso estas no permiten comprender un poco cómo aquél historiador entendía su tiempo y su lugar? La historia cultural desde los años 80 ha ido ofreciendo distintas respuestas, a través de metodologías inspiradas en la antropología o la crítica literatura. Hace tiempo que ya sabemos que la investigación social no está limitada a los documentos oficiales...
El asombro de estos profesores me me hace pensar también en otra cosa, más complicada: en la ambigua relación que los historiadores tienen con los problemas teóricos y epistemológicos. Como ya apuntó Julio Arostegui en su fundamental La investigación histórica, los historiadores acostumbran a despreciar la reflexión teórica sobre su disciplina ya que la consideran como distracciones idealistas que lo alejan del trabajo empírico. Por este motivo, los historiadores son osadamente eclécticos en sus planteamientos filosóficos. O dicho de otro modo, la mayoría acostumbran a tener un "cacao mental" que haría partirse de risa a alguien versado en filosofía por las contradicciones, ingenuidades y ocurrencias que son capaces de decir. Aunque yo no sea filósofo, no pude evitar molestarme al escuchar en un congreso que un trabajo de historia busca de "reflejar la realidad". A estas alturas del partido, hablar de la "realidad" como algo que se "refleja" es bastante bobo.
Mi investigación por sí sola no va a solucionar este tema, pero al menos creo que la historia de la historiografía puede servir como una manera de llamar la atención sobre esta problemática ya que se trata de realizar estudios empíricos de cómo se ha realizado la historia. Los filósofos de la historia y de las ciencias sociales raramente hacen incursiones en "estudios de caso". Aunque sus aportaciones siempre son útiles e iluminadoras, lo habitual es ver citados una y otra vez los mismos clásicos de Weber, Marx o Braudel.
Por otra parte, hablar sobre los historiadores y sus libros en términos críticos e "historizantes" puede llegar a molestar a unos. Es sabido que el nacionalismo es una ideología que se nutre de la conciencia histórica de un pasado común. Y los historiadores contribuyen (conscientemente o no) a proporcionar material esencial.  Como ya djo Hobsbawm: Los historiadores somos al nacionalismo lo que los criadores de opio paquistaníes son a los adictos a la heroína, les sumnistramos la materia prima para el mercado. Sin embargo, a la mayoría de los historiadores les molesta que se les considere camellos de opio (o de crack o de marihuana, todas las drogas aquí son duras) y algunos se afanan a negar que a veces en la maleta llevan un alijo de varios kilos. Y de la misma manera, acaban reaccionando como los traficantes cuando son pillados: ¡oficial, soy inocente, le juro que yo no la he puesto ahí! Volviendo a los nacionalismos, a través del análisis de cómo los historiadores escriben la historia se hace posible comprender los mecanismos por los que las interpretaciones nacionalistas acaban por imponerse. Una mirada histórico-crítica al vocabulario y a los razonamientos contenidos en los libros de historia abre la posibilidad de corregir problemas y plantear alternativas. Reconozco que aquí me desplazo a una área más nebulosa, más prospectiva, (y política, en última instancia). Pero al fin y al cabo, decidir que tipo de historia se escribe es algo que concierne básicamente a los historiadores.
Por último, también creo que no es impertinente volver a plantear algunas cuestiones básicas sobre cómo entendemos la disciplina. Aquellos saberes que llamamos humanísticos atraviesan una severa crisis economómica, institucional y de identidad. Su legitimidad se ve cada vez más erosionada por un discurso de la rentabilidad y la utilidad inmediata, vociferado irresponsablemente por aquellos mismos que se dedican a gestionar la educación. En tiempos de crisis, quizás sea sensato plantear una línea de investigación alternativa que incida sobre el propio desarrollo de la disciplina. El trabajo de archivo está bien y es necesario, pero a lo mejor hace falta levantar la cabeza del legajo y mirar por la ventana para preguntarse qué diantres se está haciendo. Sobre todo, cuando ni siquiera se sabe muy bien ni cómo ni por qué se hace.