Para él no había existido otro universo que el de una faena ruda, a veces violenta, siempre indeseable. No había conocido la guerra civil más que como la conocen los niños, como vida natural y juego, como muerte y hambre merecidas, puesto que a los niños no les es posible conocer otra vida anterior o distinta a la que reciben con el bautismo. Tampoco los cuarenta años de dictadura franquista fueron para él una cadena de crímenes y asesinatos y torturas, porque él no conocía otra historia, no otra sociedad, no otra nación que la suya. No vio, no leyó, no le hablaron de nada distinto de lo que veía, leía y oía todos los días en los periódicos, con los amigos, por la radio. Ignoraba por tanto, todo cuanto se apartara un milímetro de su más inmediato entorno y jamás creyó que hubiera otro juicio, otra moral, otra recompensa o castigo que la derivada de la confianza y el interés de sus superiores. El respeto, el agradecimiento o la admiración, no; sólo la confianza o el interés. Ser un hombre de confianza, o de toda confianza, era lo máximo a que se podía aspirar en aquel que para él equivalía al Cosmos.
El dinero era consecuencia de lo anterior. Si uno se ganaba la confianza de los superiores, entonces uno podía ganar dinero. No mucho, sólo un poco. Todavía en 1980 el mucho dinero en manos de un infeliz resultaba peligroso. No porque el dinero fuera más o menos legal, ya que todo el dinero de España era total y rotundamente ilegal, sino porque todavía en 1980 los pobres carecían de permiso para acceder a las grandes fortunas. Si deseaban mantenerse con vida, los pobres debían andarse con ojo para no acumular mucho dinero. El club de los potentados sólo se abrió en 1982. En consecuencia, Lucena se había limitado a llevar un discreto negocio, nada exagerado.
Félix de Azúa, Demasiadas preguntas, Barcelona, Anagrama, 1994, pp. 138-139.
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