Se impone, más que nunca, el rigor crítico para desvelar falsas legitimaciones, los nexos artificiales que se establecen entre pasado y presente. Por lo pronto, se trata de penetrar en las entrañas de la construcción de los mitos. Estos nacen y mueren en función de lógicas históricas e ideológicas. La misión del historiador es separar el grano de la cizaña. Los mitos no deben ser otra cosa que objetos históricos en sí mismos examinados bajo el prisma de la razón y desde la exigencia de la honestidad. Se trata de demostrar su relativismo histórico, la multiplicidad de lecturas funcionales que ofrecen a lo largo del tiempo y en función de la identidad de sus intérpretes.

Ricardo García Cárcel en La herencia del pasado. Premio Nacional de Historia (2012)

... nuestro destino era PRESTAR ATENCIÓN Y DESCANSAR en cada una de las minúsculas revelaciones que se habían ido abriendo a nuestro paso; cada una de las cuales, a su vez, nos aconsejaba no buscar ningún destino, ni mucho menos un destino feliz. Sólo de ese modo se lucha contra la asfixia y la angustia del tiempo y del dueño de la cortinilla; prestando atención a lo que se ENCUENTRA, y no a lo que se BUSCA.

Félix de Azúa en Historia de un idiota contada por él mismo (1986)

Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Ésta es la ilusión y consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! Oh, eso es lo que no sabe nadie!

Antonio Machado en Juan de Mairena (1936)

History has many cunning passages, contrived corridors
And issues, deceives with whispering ambitions,
Guides us by vanities

T. S. Eliot en Gerontion (1920)


lunes, 24 de junio de 2013

La enseñanza de la historia en 1829



El autor, guiado por un principio de filantropía genial y propia del estado que le caracteriza, la publica como el medio más seguro para acabar de exterminar de nuestro patrio suelo el genio infernal de la discordia, siendo constante que la cultura de las ciencias y las artes reconcilia a los hombres, los dulcifica, los morigera y afina, y ellas se alojan solo en los palacios de la paz y de la prosperidad. Pax artium nutrix. Gozando ya de este precioso don que el cielo propicio ha destellado sobre nosotros, cultivemos nuevamente el campo de las ciencias, pero teniendo siempre presente la sabia lección de no dejarnos deslumbrar de luces demasiado brillantes. Evitemos cautelosamente los desvíos del espíritu que pueden adormecer la razón, y para acercarnos a ella con certeza, cobijémonos bajo los auspicios de la Religión, de la sana moral y de las buenas costumbres, banderas sagradas donde siempre hallaremos una égide segura contra el vértigo de las revoluciones y renacerá con suceso la prosperidad de la Patria, la felicidad individual y la gloria y esplendor de los antiguos Españoles

Estas palabras pertenecen a Manuel Merino, fraile benedictino y autor de un manual escolar de historia usado en las escuelas durante el reinado de Fernando VII. El Método nuevo y el más ventajoso para aprender la historia general de la España introducía así el estudio de esta asignatura necesaria para aprender la narración de los sucesos dignos de pasar a la posteridad y las glorias de nuestros antiguos héroes . Este manual impreso en Madrid en 1829 nos ilustra muy bien una etapa de la formación de esta asignatura en las escuelas. Muchos historiadores han escrito sobre la relación entre la relación entre ideología y educación a partir de la construcción del Estado liberal en 1833. Para poder formar ciudadanos obedientes y adecuados a la nueva sociedad hacía falta instruir a los niños en el conocimiento de su madre patria.[1] Sin embargo, el texto que aquí hemos mencionado es anterior a esto y se realizó en unas circunstancias bastante diferentes. Aunque se vislumbran muchas ideas que luego formarán parte del canon posterior, existen otras que evidencian su carácter contrarrevolucionario y apostólico, que hunden sus raíces en el siglo XVIII. Por aquél entonces la Iglesia ejercía un control férreo sobre la educación y había vuelto a los planes de estudio del siglo anterior ¿Cuál era el contexto histórico que dio origen a estas ideas? ¿Por qué habría que tener miedo de las luces demasiado brillantes?

Vista del monasterio benedictino de San Martín (destruido en 1868), en el que Manuel Merino ejercía de mayordomo


Desde 1823, Fernando VII había reinado un período muy complicado, en el que se vio acosado tanto por levantamientos liberales como por motines realistas que tenían sumido el país en un clima violento. Eran años de conservación de lo antiguo y de resistencia contra el cambio, como atestiguan los intentos de reconquistar las colonias americanas por la vía militar. Para comprender este período, llamado posteriormente por los liberales como la Década Ominosa, debemos acudir a los años del Trienio Liberal, ya que ahí se encuentra el germen de esta reacción conservadora.
Los distintos gobiernos que se sucedieron después del pronunciamiento de Rafael del Riego desde 1820 hasta 1823 intentaron implantar los decretos y leyes que se habían propuesto en las Cortes de Cádiz. Medidas como la supresión de las órdenes religiosas, las desamortizaciones, la abolición de los señoríos o la reforma de las provincias se plantearon e incluso se llegaron a aprobar. Sin embargo, la contrarrevolución instigada por los partidarios más absolutistas de Fernando VII y el apoyo a estos por parte de la mayoría de la burguesía moderada otra vez hizo imposible realizar el proyecto liberal de 1812. El golpe final fue la intervención militar acordada en el Congreso de Verona de 1822 por Francia y la Cuádruple Alianza (Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra). En abril de 1823, el ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis dirigido por el duque de Angulema entraba en España y el 31 de agosto tomaron Cádiz. Una vez asegurado el terreno por la fuerza, el nuevo gobierno de Fernando VII procedió a anular todas las medidas tomadas durante el Trienio Liberal y a reprimir a los partidarios del liberalismo.[2] 
Una de las implicaciones de la anulación de los decretos constitucionales fue el refuerzo de la preponderancia del papel de Iglesia en la educación y la cultura. Como señala Josep Fontana, no puede hablarse de la existencia de un plan ideológico claro y sistemático de los ultrarrealistas o apostólicos.[3] La prioridad era mantener la hegemonía cultural de la Iglesia católica a cualquier precio. Es por ello que sería más preciso hablar de un programa eminentemente defensivo, que por un lado buscaba conservar las instituciones y normas sociales del Antiguo Régimen, y por otro, destruir las ideas liberales e ilustradas que consideraban nocivas para la moral católica.[4] En consecuencia, se restringió la circulación y se prohibieron obras como la Historia crítica de España y de la cultura española del padre Juan Francisco Masdeu, el Informe en el expediente de la Ley Agraria de Gaspar Melchor de Jovellanos, o el Tratado de la regalía de amortización de Pedro Rodríguez de Campomanes. Los libros de ilustrados como Francisco Martínez Marina, Juan Antonio Llorente, Jean Jacques Rouseeau o Voltaire también fueron prohibidos. La censura era realizada por obispos, que elaboraban listas de los libros y opúsculos que habían de ser retirados que luego enviaban al ministro de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo Calomarde.[5] 
Durante estos años también se anuló todo lo relacionado con el proyecto educativo del Trienio. El Reglamento general de instrucción pública de 1821 proponía en primer lugar una enseñanza básica universal, una intermedia que sin ser universal fuera de carácter general, y una tercera mucho más reducida pensada para formar algunas profesiones. Durante el trienio liberal, los virulentos debates parlamentarios entre los liberales exaltados y moderados sobre el grado de centralización de esta reforma truncaron la posibilidad de llegar un acuerdo. Además, la urgente crisis fiscal y la falta de recursos tanto materiales como humanos para poner en marcha estas ambiciosas reformas imposibilitaban desde un comienzo su puesta en práctica.[6] 
Con el retorno de Fernando VII, la educación fue puesta casi en su totalidad en manos de la Iglesia, abandonando así la idea de crear un sistema nacional de enseñanza subvencionado por el Estado. La Iglesia fue, en consecuencia, la institución que recibió la misión de uniformizar y controlar tanto al personal como los planes de estudios.[7] A grandes rasgos, pueden distinguirse tres fases a lo largo de esta década: una de represión entre 1823 y 1825; una de regulación, y por última, una fase de estancamiento que se inicia en 1829 hasta la muerte del rey en 1833.[8]
"El viático" (1842) por Leonardo de Alenza


En la universidad fue donde se centraron la mayor parte de los esfuerzos de la contrarrevolución. La derogación de las leyes liberales de 1820 volvió a poner en vigor los planes de 1771 y se hizo necesario obtener un certificado de buena conducta política y religiosa que debía ir firmado por las autoridades civiles y religiosas. El momento crítico de estas medidas fue en 1830, con el cierre de las universidades por el miedo al contagio de las ideas que habían insuflado la revolución que había acabado con Carlos X en Francia.[9] El Consejo Real decretaba en una circular de 1825 que debían cerrarse todas las escuelas y casas de educación privadas que no estuvieran regidas por eclesiásticos o maestros titulados. Estos colegios privados en su mayoría eran laicos, por lo que eran vistos como enemigos de la jerarquía católica. Los maestros de primeras letras también tuvieron que obedecer las medidas de vigilancia y depuración que se aplicaban a los funcionarios civiles y catedráticos de universidad, que también incluían la pureza de sangre y un historial de conducta política. El apoyo a las milicias liberales o incluso la sospecha de opiniones contrarias al régimen eran motivos suficientes para ser apartado de la educación. El Plan y reglamento general del 16 de febrero de ese mismo año establecía las cinco materias que debían impartirse para las primeras letras: doctrina cristiana, leer, escribir, ortografía y aritmética. La legislación regulaba las devociones y los modales que debían tenerse en cada clase. A las niñas sólo les enseñaba la doctrina cristiana, a leer y a escribir, y a realizar actividades como tejer o coser, por lo que se mantenían en un plano de inferioridad. También se intentaron uniformizar sus condiciones laborales pero la diversidad regional lo hacía casi imposible.[10] 
Por último, además del contexto educativo, hay que tener presente que los últimos años de la década de 1820 estuvieron marcados por la violencia y la crisis económica. La situación de endeudamiento crónico de la Hacienda siguió agravándose, y en la primavera de 1827 diversas partidas de ultrarrealistas decepcionados con Fernando VII se levantaron en Cataluña, estableciendo su sede en Manresa. Milicias de voluntarios y grandes grupos de campesinos empobrecidos se oponían a cualquier intento reformista, reclamando la vuelta de la Inquisición. Fueron derrotados en septiembre de ese mismo año, después de durísimos combates. La Guerra de los Agraviados o de los Malcontents terminaba, pero era ya un precedente de los carlistas que pondrán en jaque la construcción del estado-nación liberal pocos años después. 1829 también fue el año en que fracasó la última expedición española enviada a México que pretendía de sublevarla y restaurar el gobierno realista. El contingente dirigido por el brigadier Isidro Barradas tuvo que capitular y el cese de estos intentos por recuperar las colonias fue definitivo.[11] La década ominosa representó un período por el que las clases dominantes optaron por un camino mucho más lento para consolidar sus privilegios y adaptarse al nuevo panorama europeo, un camino que no estuvo falto de conflictos por parte de aquellos que rechazaban cualquier cambio como de los que pretendían reintentar la revolución. 
La enseñanza de la historia no podía mantenerse al margen de este deseo de conservación. Y es por ello que el Método nuevo de fray Manuel Merino ilustra bien el combate por la memoria histórica de la España de los inicios del XIX, lo que le llevaba a juzgar el pasado en los términos de su presente, esto es, en los términos de un catolicismo conservador post-revolucionario. Se critican las costumbres de los primeros pobladores por salvajes, se desprecia la religión y costumbres de los musulmanes y se critican las políticas tomadas por los Austrias por ambiciosas. La Antigüedad y la Alta Edad Media son los momentos de la historia que para el autor mejor representan los peligros de la infidelidad al dios cristiano, haciendo énfasis en el afeminamiento o envilecimiento de las demás culturas invasoras y que pervertían el correcto y natural desarrollo del pueblo español. La legitimidad de este absolutismo pasaba por reforzar su marcado carácter católico y anti-ilustrado. La glorificación del pueblo español que se levantó contra los franceses no era incompatible con la defensa del régimen señorial. El patriotismo equivalía, según este ideario, a defender la herencia de un pasado que tenía su origen en la Reconquista, en las luchas de los verdaderos cristianos contra invasores infieles. Aunque reivindica la razón como una manera de acercarse a la verdad y la virtud, esta puede verse muy fácilmente desviada y solamente la religión puede servir para reconducirla. La violencia producida por el vértigo de las revoluciones ha impedido la vuelta de la riqueza y la felicidad, y esta sólo puede conseguirse mediante la fe cristiana. La educación del pasado, por tanto, es una herramienta civilizadora que instruye en los valores católicos y que ha de disuadir los intentos subversivos.
En la evolución de la historiografía española, los años entre 1823 y 1833 representaron un paréntesis entre el optimismo de después de la guerra contra Napoleón y la eclosión de literatura liberal y romántica de los años de minoría de edad de Isabel II. Este manual escolar nos permite observar qué tipo de historia se enseñaba durante este paréntesis, y por tanto, cuáles actitudes respecto al pasado se veían como correctas. La concepción de España como unidad inquebrantable a lo largo del tiempo, el juicio severo a la ambición de los Austrias, o el peso de la idea providencialista de la historia son rasgos que se mantendrán en la historiografía hasta Cánovas del Castillo. El paso del Antiguo al Nuevo régimen en España es un proceso complejo que todavía no está del todo claro y el estudio de la mirada que sus protagonistas tuvieron hacia su propio pasado es una variable más que nos permite comprenderla con mayor precisión.



[1] Cf. García Cárcel, R. (coord.) La construcción de las historias de España, Madrid, Marcial Pons, 2005; Pérez Garzón, J. S., Manzano, E., López Facal, R., Rivière, A., La gestión de la memoria: la historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000; Pérez Garzón, J. S, Cirujano Marín, P.,  Elorriaga Planes, T., Historiografía y nacionalismo español (1834-1868), Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1985. 
[2] Fontana, J., De en medio del tiempo: la segunda restauración española, 1823-1834,Barcelona, Crítica, 2006, pp. 67-84. 
[3] Fontana, op. cit, p. 101. 
[4] Fontana, op. cit, pp. 101-105. 
[5] Fontana, op. cit, pp. 108-109. 
[6] Puelles Benitez, M., Estado y educación en la España liberal (1809-1857): un sistema educativo frustrado, Barcelona, Pomares, 2004, pp. 152-157; Viñao Frago, A., Política y educación en los orígenes de la España contemporanea : examen especial de sus relaciones en la enseñanza secundaria, Madrid, Siglo XXI, 1982, pp. 211-219. 
[7] Viñao Frago, op. cit, pp. 266-268. 
[8] Viñao Frago, op. cit, pp. 276-277. 
[9] Ídem. 
[10] Bartolomé Martínez, B., "Las purificaciones de maestros de primeras letras y preceptores de gramática en la reforma de Fernando VII", en Historia de la educación: Revista interuniversitaria, nº 2, 1983, pp. 251-253 
[11] Fontana, op. cit, p. 255.

miércoles, 12 de junio de 2013

"Sociedad y Estado en el siglo XVIII español" - Antonio Domínguez Ortiz

Portada de la primera edición
Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003) está considerado como uno de los historiadores pioneros en la historia social y uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX en España. Junto con Jaume Vicens Vives, fue de los estudiosos de la Edad Moderna más influyentes en la renovación de la disciplina durante la década de los cincuenta y sesenta. Sin bien su obra ha tenido una impronta verdaderamente notable en el panorama historiográfico, Domínguez Ortiz ocupó durante mucho tiempo una posición más bien periférica en el panorama universitario: se desempeñó principalmente como catedrático de instituto y como académico de número en la Real Academia de la Historia, por lo que no pudo formar escuela ni discípulos como Vicens Vives. Su influencia la realizó a través de sus libros y sus cursos, pero ello no ha sido obstáculo para que muchísimos historiadores reconozcan su deuda intelectual con él.[1]

Sociedad y Estado en el siglo XVIII español es una síntesis de muchos años de investigación. En el año 1955, cuando las obras escritas en España sobre este período todavía eran escasas, había publicado La sociedad española en el siglo XVIII[2] que recibió una acogida muy positiva por historiadores como Hugh Trevor Roper o John H. Elliott. En ella realizaba una síntesis de los trabajos de autores como Jean Sarrailh o E. J Hamilton y presentaba una interpretación de la estructura social y del poder del Estado que para entonces era bastante novedosa.[3] Sin embargo, veinte años después, las aportaciones de otros importantes historiadores como Gonzalo Anes, Miguel Artola, Joan Mercader, Josep Fontana, Pierre Vilar o Henrey Kamen habían mejorado el conocimiento sobre esta época, si bien, de de un modo más sectorial. Domínguez Ortiz, como él mismo nos explica en el prólogo, decidió tomar la iniciativa y actualizar su obra con estas contribuciones, añadiendo además los resultados de las investigaciones que había estado realizando hasta entonces. El resultado es un manual muy completo que ha servido durante muchos años como referencia. En esta breve reseña he intentado sintetizar al máximo sus 515 páginas para poder dar cuenta de las líneas básicas de su investigación.
Mapa de la Península de 1710
El  libro está dividido en dos partes en que se cubren las dos mitades del siglo XVIII y una que lleva por título El mosaico español. Este capítulo ha sido una de la parte más novedosas y destacadas de este libro porque Domínguez Ortiz rompía con dos modos tradicionales de hacer historia: por un lado con el enfoque nacional, y por otro con los análisis exclusivamente locales.[4] La idea de España como un mosaico implicaba una aproximación más rigurosa a la pluralidad de la monarquía borbónica, en que se tenía en cuentaque regiones con ritmos totalmente dispares entre sí convivían bajo una misma corona. Con este ensayo de regionalización[5] (en sus propias palabras) conseguía una visión de conjunto en la que se aprecian las dinámicas interrelacionadas entre territorios que pese a estar políticamente separados, tenían muchas similitudes en lo económico y lo social. Aunque para el autor puede hablarse de España en tanto que un concepto político, referirse a la realidad social de entonces como española es un calificativo que encubre situaciones heterogéneas y confunde antes que aclarar.
El autor organiza las regiones por separado y las repasa por criterios geográficos pero no se olvida de destacar que fueron zonas diferenciadas políticamente. De este modo se distingue un primer conjunto de territorios que formaban la Corona de Castilla: Galicia, Asturias, Cantabria, la meseta norte, la meseta sur y Andalucía. El norte aparece más bien como una zona más bien deteriorada, con una inflación de títulos nobiliarios y un esquema productivo basado en una agricultura con rendimientos cada vez más decrecientes; que contrasta con un sur mucho más plural y desigual, en la que la región más boyante era por entonces la costa Atlántica de Andalucía, con Cádiz como gran centro comercial emergente. Madrid pese pese a su crecimiento demográfico y político, seguía sin tener el esplendor de que cabría esperar de la capital de tan vasto imperio.[6]
El país vasco-navarro destaca por su unidad y personalidad indiscutible, propia de un microcosmos autogobernado (que no independiente) muy celoso de sus fueros, producto de una situación económica claramente diferenciada: la imagen romántica de un pueblo unido en la defensa de sus instituciones no es un mito, tiene un fundamento y es defendible dentro de ciertos límites.[7] Su igualitarismo estamental y la conservación de sus leyes forales respondían a una economía muy productiva, en la que el comercio y la industria eran muy relevantes. Respecto a la Corona de Aragón, Cataluña es la zona más importante y reconoce su deuda con Pierre Vilar y su obra Cataluña en la España moderna.[8] La relación entre unas estructuras jerárquicas menos rígidas que las castellanas y una coyuntura económica favorable le permite hablar de la formación de un genuino capitalismo comercial.[9] Aragón era una región más pobre pero que se benefició a  largo plazo de las reformas borbónicas, mientras que el reino de Valencia tuvo un crecimiento muy sostenido pero cuyos efectos no se hicieron notar del mismo modo en el litoral que en el interior. Domínguez Ortiz analiza la geografía, las dinámicas demográficas, los sectores económicos, la estructura social (especialmente a partir de la propiedad) y por último, las redes urbanas de modo que dibuja un panorama muy enriquecedor de los procesos, aunque provisional en muchos aspectos. En este sentido se echan de menos algunas conclusiones más generales sobre el conjunto del mosaico y las relaciones entre sus diferentes piezas.
La primera parte del libro empieza con una valoración del estado del reino en 1700 bastante negativa. La monarquía estaba en quiebra y el enfermizo carácter del rey había dejado un vacío de poder efectivo que dejaba en manos de camarillas el gobierno. Domínguez Ortiz no duda en responsabilizar de esta crisis a los responsables de la administración: fue una desgracia que la época de máximas dificultades coincidiese con la de máxima impotencia del poder.[10] La Guerra de Sucesión representa el inicio de una etapa diferente en el equilibrio de fuerzas europeas y también trajo cambios importantes en la monarquía hispánica aunque de su análisis se desprende que fue mayor el peso de las continuidades. Para el autor, la guerra tuvo sus orígenes en la política exterior y podría haberse evitado con una mayor prudencia de Luis XIV. Los términos del tratado de Utrecht eran la demostración que la guerra de Felipe V contra Carlos de Austria tuvo más costes que beneficios.
Los orígenes de la enemistad entre sus partidarios en la península es un problema que nuestro autor admite que responde a múltiples motivaciones y está muy condicionada por el territorio al que uno se refiera. La negativa experiencia del último Habsburgo y el sentimiento antifrancés acumulado durante siglos son las dos motivaciones básicas de la distanciamiento entre los partidarios del príncipe Felipe y del archiduque Carlos, pero tampoco ignora los fuertes conflictos de intereses entre nobles que al final acabaron por arrastrar a las clases populares en enfrentamientos con un fuerte componente de lucha de clases. Aunque era una demostración que España era todavía un proyecto más que una realidad[11], no puede interpretarse sólo como el fracaso de la unidad o como una evolución natural de las tensiones centrífugas,  había un fuerte componente social que estaba presente en todos los territorios, como se puede observar en que la decisión de los catalanes de unirse a los ingleses en las Cortes de 1705 se hizo pensando en el conjunto de la monarquía o en el carácter abiertamente antiseñorial de la guerra en Valencia.
El período de guerra también representó para el autor el fin de los grandes imperios europeos que se disputaban la hegemonía a nivel mundial, pero a su juicio España no supo adaptarse: el primer Borbón llevó a cabo una política más bien en clave dinástica que no "nacional", y no fue hasta Carlos III que realmente se optó por llevar una política orientada hacia el Atlántico. La política abstencionista de Fernando VI dejó paso a una más activa, que pese a participar constantemente en conflictos, no impidió que se mantuviera un programa de reformas activas.
La finalidad de las reformas los Borbones era básicamente la de reorganizar el aparato estatal, no cambiarlo fundamentalmente: tal es la tesis que defiende en la última parte del libro. En este aspecto, la Nueva Planta es vista por nuestro autor como un avance hacia la unidad del estado, pero con remanentes de la administración anterior muy importantes. En cambio, la nueva estructura municipal sí es vista como una reforma de mayor calado ya que implicaba mayor control regio. El intervencionismo regalista es el mayor cambio que tiene lugar con Felipe V, y el crecimiento económico que vino de la mano de él pudo mejorar la situación anterior. La relación recíproca entre el Estado y la sociedad es un factor clave en la interpretación de Domínguez Ortiz, que ve tanto a la economía y la política económica, o al despotismo ilustrado y el reformismo social, como las dos caras de una misma moneda.
La relación entre estructura social y élite dominante no es explicada en términos de "dirección" o "determinación", sino como parte de un todo con contradicciones inherentes. Tras un somero repaso a los ensayos para la reforma de los señoríos y los municipios (en la que utiliza numerosa documentación original), sus conclusiones respecto a los límites de una política reformista dentro de una estructura de Antiguo Régimen:

estas vacilaciones, que no rara vez se convirtieron en contradicciones patentes, nos revelan el verdadero carácter del reformismo borbónico, lleno de buenas intenciones, pero carente de un programa definido y de unos propósitos concretos. Las medidas parciales, las transacciones, y aun, los retrocesos, caracterizaron los rumbos de nuestra Ilustración.[12]
Es por ello, que se permite hablar de una supervivencia multiforme[13] del Antiguo Régimen. La convivencia de una política tímidamente reformista y de otra de contención y miedo hacia el “peligro revolucionario” se agudizó hasta un punto insostenible durante el reinado de Carlos IV. Nuestro autor aventura que España podría haber sido una de las monarquías que peor hizo la transición del Antiguo Régimen al nuevo. Fue desigual, discontinua y con avances y retrocesos que se tradujeron en una ruptura civil violenta que duró varias décadas.
Por esto, al evaluar los cambios internos en las clases sociales no concluye en que se hubieran dado cambios fundamentales. De la nobleza, destaca su improductividad y su pérdida de prestigio, aunque la continuidad con los siglos fue muy clara. Ahora bien, con la Iglesia, la actitud del Estado fue más ambivalente. No existió un verdadero plan de reformas, pero sí hubo dos aspectos muy relevantes que fueron muy conflictivos: la expulsión de la orden jesuita y la política contraria a la Inquisición. Esta nueva actitud del rey le llevó a ser mucho más riguroso con los poderes internos dentro de la Iglesia, y esto no significaba combatirlos sino más bien reapropiarse de ellos y reconducirlos en favor de sus intereses. Sin embargo, los comerciantes y artesanos fueron mucho más decisivos. Domínguez Ortiz utiliza el término burgués sólo en referencia a la burguesía comercial, pero aún así no duda en considerar que estaban llamados a desempeñar un papel muy superior a lo que cabría espera de su pequeño número.[14]
En lo que respecta a la cultura, nuestro autor es también muy comedido a la hora de valorar sus logros. Afirma que no hay un verdadero cambio de paradigma hasta mediados del siglo y que los avances más interesantes que estaban teniendo lugar en Europa circulaban al margen de las instituciones, principalmente en tertulias privadas, por lo que no dejaba de haber un carácter periférico y marginal en su sociabilidad. La Ilustración en España tuvo un retraso de unos cincuenta años por la fuerte censura que aún se mantenía y la falta de una demanda objetiva. Distingue tres generaciones de hombres de letras: la de los novatores (encabezada por Benito Jerónimo Feijoo), los que pudieran ser propiamente los ilustrados (en la que incluye a personajes como Gaspar Melchor de Jovellanos o Pedro Rodríguez de Campomanes) y por último una que haría de puente con el siglo XIX (con ejemplos como Manuel José Quintana o Leandro Fernández de Moratín). La crítica de las costumbres y de las ideas les llevaba a proponer cambios prácticos en la esfera política política y la creencia en la idea de progreso les llevaba a proponer amplios programas de reformas, que luego fracasaban por miedo o por falta de apoyos. Domínguez Ortiz no duda en hablar de cómo importantes sectores de la burguesía empezaron a tomar conciencia de clase[15] y a cuestionar la legitimidad del sistema. En este sentido,  esta generación de ilustrados (especialmente la de los nacidos en 1750-60) habría tenido claramente su continuidad y su momento culminante en las Cortes de Cádiz de 1812.
Sociedad y Estado en el siglo XVIII español es un libro que ofrece una síntesis de magistral de la interpretación historiográfica clásica sobre lo que representó este siglo. La lectura del mosaico español (su parte central) ofrece dos retos: por un lado, en lo que respecta a la integración de las perspectivas locales en un marco general, y por otro, en la cuestión de España como un sujeto histórico. Las investigaciones de carácter regional sólo cobran sentido si se relacionan con otras regiones para abandonar de este modo la visión caduca del Antiguo Régimen como un período de estancado o inmóvil y poder comprender la complejidad de las dinámicas políticas, económicas y sociales. Esto cobra aún más importancia si se tiene en cuenta la dificultosa integración territorial del estado español. El uso de España como unidad de análisis puede tener más sentido para el siglo XVIII por la unificación jurídica llevada a cabo por Felipe V, pero eso no garantiza una mejor comprensión el conocimiento de un reinado que a inicios del siglo anterior era una verdadera monarquía compuesta.[16] Por esto, conceptos como el de mosaico son alternativas interesantes pero al mismo tiempo siguen siendo problemáticas (pudiéramos preguntarnos en cuántas baldosas podemos dividirlo, por ejemplo). Otro aspecto sobre el que habría falta profundizar es la interpretación del ascenso de la burguesía y de las políticas reformistas. Domínguez Ortiz admite que el tema era objeto de una fuerte controversia, pero aún así la importancia de la transición hacia el capitalismo no se acaba de abordar en términos claros y no se plantea una tesis fuerte sobre la relación entre burguesía y aristocracia.
Sin embargo no con esto pretendemos minusvalorar el inmenso trabajo de síntesis realizado por el autor. La relectura de los trabajos de este historiador sevillano, altamente documentado pero al mismo tiempo con un estilo amable y mesurado, puede ayudar a recuperar una visión de conjunto de temas que hoy en día siguen a debate, pero que a veces se tratan de un modo muy sectorial. Las grandes visiones de conjunto sirven para poner de manifiesto lo que falta y lo que sobra en la investigación. Una lectura que pudiera complementarse con la de este manual sería España, proyecto inacabado de Antonio Miguel Bernal por la inclusión de las colonias americanas como parte activa en la monarquía hispánica (aspecto que el libro aquí analizado apenas aborda) y por el gran esfuerzo de síntesis que también contiene.[17]



[1] García Cárcel, R. "Antonio Domínguez Ortiz, un historiador social" en Historia social, 47, 2003, pp. 3-8.
[2] Domínguez Ortiz, A. La sociedad española en el siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1955.
[3] Moreno Alonso, M., El mundo de un historiador: Antonio Domínguez Ortiz, Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2009, p. 244
[4] Fernández, R. "Antonio Domínguez Ortiz y la historia moderna en España" en Domínguez Ortíz, A. El mosaico español, Urgoiti, Pamplona, 2009
[5] Domínguez Ortiz, A. Estado y sociedad en el siglo XVIII español, Barcelona, Ariel, 1976, p.
[6] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 200.
[7] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p.160.
[8] Vilar, P. La Catalogne dans l'Espagne moderne, Paris, 1962.                           
[9] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 257.
[10] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 16.
[11] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 37.
[12] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 453.
[13] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 495.
[14] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 401.
[15] Domínguez Ortiz, A. op. cit., p. 487.
[16] Elliot, J. H., "Una Europa de monarquías compuestas", en Elliot, J. H., España en Europa: estudios de historia comparada, Universitat de València, Valencia, 2002, pp. 65-91.
[17] Miguel Bernal, A. España, proyecto inacabado: costes-beneficios del imperio, Madrid, Marcial Pons, 2006.